
Probablemente todas las personas hayamos experimentado al menos alguna vez en la vida el sentimiento de soledad. Puede llegar a ser un sentimiento desgarrador, de desolación. No es un sentimiento liberador sino que nos aprisiona. Sentimos que no tenemos a quién recurrir, nos sentimos abandonados, extraños, huérfanos.
La falta de un grupo de referencia es en parte el responsable de esta situación. Pero independientemente del contexto social, el sentimiento de soledad surge de nosotros mismos y quizás no se lo pueda revocar así nomás. Hay que trabajar sobre él para no caer en la tristeza y no enfermarnos.
Las personas somos por naturaleza seres sociales, pero a algunos se los ha educado en la independencia, la autosuficiencia o sentimiento de autonomía impuesta que no les permite conectar con las personas. La autonomía, la autosuficiencia y la independencia deben ser un logro personal, una síntesis entre nuestra capacidad para disfrutar de momentos de intimidad y momentos en que deseamos compartir nuestro tiempo con los otros. Si la soledad es una obligación, eso generará en nosotros una incapacidad para establecer relaciones gratificantes y de valor.
Paradójicamente a otros se los educa en la dependencia y la falta de autonomía. Se los incapacita para ser libres. Y el resultado puede llegar a ser el mismo. «La desolación sobreviene cada vez que nos quedamos solas. Una gran ansiedad nos inunda, sopesada por la esperanza de que llegue alguien que nos salve de nosotras mismas. … El trato que ideológicamente se da a la soledad y la construcción de género anulan la experiencia positiva de la soledad como parte de la experiencia humana de las mujeres.»
La socialización es un proceso que va evolucionando por etapas en un continuo desde que nacemos. Por ese motivo la manera en la que establecemos las primera relaciones son fundamentales. No hay que presionar ni tener una actitud laissez faire respecto de nuestros hijos. Hay que acompañarlos en su proceso de socialización respetando sus tiempos e impulsándolos a confiar en los otros y a saber poner distancia cuando eso es lo que corresponde.
En nuestras sociedades estresadas e individualistas mantener vínculos estables y satisfactorios es difícil pero no imposible. Las familias son cada vez más pequeñas, existe mayor movilidad laboral, y las poblaciones son cada vez más grandes. En un contexto de estas características es fácil sentirse anónima y angustiada.
Pero también existe una soledad deseada. Lo que es imprescindible es que también sepamos disponer de tiempo para nosotras. Esa capacidad de centrarnos en una tarea, dedicarnos tiempo a nosotras mismas, relajarnos, salir a caminar o viajar solas debe suponer un disfrute para nosotras. Pero esto no puede darse por obligación. En esta soledad deseada es cuando podemos permitirnos reflexionar, dudar, replantearnos cosas, impulsar nuestra creatividad para enfrentarnos al mundo con solvencia, sin miedo, sin un sentimiento de incompetencia o de estar fuera de lugar.
Pero a eso se llega, si se llega, si percibimos que tenemos vínculos de calidad con otras personas también, que contamos con ellas, ya sean amigos, familiares o colegas o que formamos parte de un grupo cohesionado con intereses comunes con quienes podemos compartir nuestros sentimientos y nuestras opiniones y que sean escuchados.
La situación ideal y a la que debemos tender a establecer vínculos de apego sanos hacia los demás y hacia nosotras mismas: «significa tomarnos en serio, otorgarnos espacios y tiempos para estar con nosotras mismas, pensar, gozar y sentir sin la necesidad de compartir, corroborar y compararnos con otras personas. Significa aprender a vivir con autonomía: intelectual, emocional, simbólica y material.»
Para ser autónomas necesitamos desarrollar un pensamiento crítico no dogmático que es imprescindible para establecer relaciones de cooperación e intercambio con los otros sin esperar su aprobación.