
Si bien el mito de la mujer como «musa» quedó destruido a principios del pasado siglo XX para ser sustituido por el calificativo de mujer fatal, no podemos sustraernos del todo del hecho de que existieron, y seguramente aun existen, muchas mujeres capaces de insuflar su propio talento en el de sus compañeros. El dicho popular de que «detrás de todo gran hombre hay una gran mujer», de alguna manera persiste en nuestro imaginario y viene bien representado en la mitología por Ariadna y el hilo que entregó a Teseo, amén de la espada mágica, para que no perdiese el rumbo en el laberinto que le conduciría a la guarida del minotauro tras darle muerte y salir airoso de su hazaña. Pero la historia tiende a relegar al olvido el papel que cumplen estas mujeres. Así, ¿quién se acuerda hoy en día de Helena de Troya cuya belleza es el motor de toda la épica? ¿Quién se acuerda de Lou Andreas Salomé y de su relación con Nietzsche, Rilke y Freud? ¿O de Clara y su relación con Robert Schumann y Johannes Brahms, de George Sand y Chopin, de Cósima y Richard Wagner y Hans von Bulow, de Alma y Gustav Mahler, Werfel, Kokoschka y Gropius; de Frida Kahlo y Diego de Rivera y Trotski, de Gala y Paul Eluard y Salvador Dalí, de Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre, de Mileva Marica y Albert Einstein, de Anaïs Nin y Henry Miller, de Camille Claudel y Rodin, de Picasso y todas sus esposas, y no hace mucho, de Mia Farrow o Diane Keaton y Woody Allen, o de Liv Ullman e Ingmar Bergman, por nombrar algunas de las más destacadas?
De alguna manera en la actualidad se las ve como mujeres talentosas que han desperdiciado sus dones naturales o cuyos dones hubieran sido destruidos por obra de la figura de los genios con quienes compartieron sus vidas e incluso sus carreras, como si toda su potencialidad artística o creadora hubiera quedado de algún modo anulada o subsumida en la historia misma. O bien las vemos como femmes fatale, mujeres que responderían mejor a la figura arquetípica de una Lilith, tan bien descrita por Gustav Jung, cuyo fuego ilumina pero también quema, y cuya única vocación es ser reconocidas y recordadas por haber mantenido tal o cual relación amorosa con tal o cual celebridad y no por sus propias obras: «Ellas han renunciado, muchas veces voluntariamente, a la acción, a la autonomía; sea por amor, por entrega al genio, por acomodación, por las convenciones y costumbres de cada época, etc. Y, a pesar de todo, desde la perspectiva del «Arte», muchas de las grandes obras maestras tienen como protagonista a una mujer: la esposa, la amante, la musa.»
Son incontables los artistas que han retratado infinidad de veces a sus mujeres-musas, como si fueran «un alimento vivificador» para la inspiración del creador. «La mujer, musa, esposa o amante, del artista casi siempre ha asumido el papel de la pasividad, ha hecho lo que se esperaba de ella.» Pero en las contadas ocasiones en las que algunas de estas mujeres han reclamado para sí un espacio de creación propio, en la mayoría de los casos, la situación culminaba en una ruptura de la relación o en el desprecio de sus dotes, por despecho, competitividad o incomprensión y, en ocasiones, de manera destructiva para ambos o para alguno de los dos.
En cualquier caso, como cita María Dolores Arroyo Fernández las palabras de Carmen Rábanos Faci en su artículo «Musa y esposa: la inspiración del artista»: «… no parece que adaptarse a las necesidades de los hombres, sean del tipo que sean, convenga a las mujeres, por muy geniales que sean ellos.»
Fuentes
http://www.ucm.es/info/arte2o/documentos/doloresarroyo.htm
http://www.ucm.es/info/especulo/numero30/lasalome.html