
Seguramente te ha pasado más de una vez tener el nombre de alguien en la punta de la lengua y no poder recordarlo. O dejarte olvidados los formularios que debías llevar rellenos a una entrevista de trabajo. O coger el metro en la dirección opuesta a la que debías. O decir justo eso que querías callar.
Eso que nos ocurre tan a menudo a nadie importaba y a nadie le preocupó buscar la causa hasta que Sigmund Freud descubrió que dichos fenómenos que se producen de manera completamente imprevista no son meramente producto del azar sino que tienen un significado profundo. Se trata de actos psíquicos y significativos que derivan de una intención de la que no somos concientes.
Freud no se contenta con designarlos como actos psíquicos sino que intenta descifrar esa intencionalidad encubierta y de la que generalmente el sujeto no quiere saber nada. Es decir, si en el acto fallido existe una causa inconsciente y se produce muy a pesar de los proyectos concientes del sujeto, es que existe previamente una represión. El acto fallido es el retorno del deseo reprimido y se produce a pesar del deseo conciente del sujeto en cuestión.
«Una de las intenciones debe haber sufrido, pues, cierta represión para poder manifestarse por medio de la perturbación de la otra. Debe estar turbada ella misma antes de llegar a ser perturbadora» (Conferencias de introducción al psicoanálisis, 1916).
Es decir, los actos fallidos pueden ser entendidos como síntomas en la medida en que son la resultante de un conflicto. El acto fallido aparece entonces como una formación de compromiso entre la intención conciente del sujeto y la inconsciente. Ese compromiso se presenta como un accidente o como un olvido o como un fallo. Y solo si escarbamos un poco conseguiremos hallar el sentido inconciente subyacente.