
El exilio no puede tratarse desde una única óptica porque no es lo mismo un exilio forzado que un exilio voluntario; no es lo mismo emigrar solo que con familiares, hijos o amigos; no es lo mismo emigrar a los 17 años que en la edad adulta; la experiencia del exilio depende además de cuál es tu país de origen y cuál tu país de acogida, de cuál es tu formación y tu status social, y si consigues trabajar en tu profesión u oficio o no, o si eres estudiante; si piensas en volver o si tu idea es la de emigrar para siempre.
Son muchas las variables que deben tomarse en cuenta. Empero la emigración supone para todos un proceso que va de la crisis de identidad a la integración.
En un primer momento se produce indefectiblemente un choque entre tus hábitos y los de la cultura nueva a la que llegas. Ese choque será mayor cuanto más diverjan entre sí el país del que partes y el país al que llegas, por ejemplo si se habla la misma lengua o no. Hay quienes no consiguen aprender la lengua del país de acogida quizás porque son personas ya adultas o porque se enfrascan en un trabajo en el que no es necesario expresarse mucho, o bien porque se aglutinan con personas de su misma nacionalidad formando guetos.
Es muy usual y contraproducente la mayoría de la veces, formar guetos con personas de tu misma nacionalidad porque es una manera ficticia de no romper lazos con el país de origen. Desde el punto de vista social el país de acogida se abre menos a las personas que permanecen unidas a sus países de origen que hacia aquellas que desean ser absorbidas por la nueva sociedad aunque para las primeras resulte un consuelo y una forma de no cortar raíces. Pero lo cierto es que una vez que emigras o te exilias, se produce un desarraigo en casi todos los casos, irreversible. Para muchos que lo han experimentado el regreso al país de origen supone un nuevo desencuentro. Ya no eres ni de aquí ni de allí. Es como si al entrar a formar parte de «otro mundo» te rodeases de una aureola de extranjeridad. Como si tu yo se embebiese de nuevos gestos, de nuevas normas de conducta, de nuevas formas de actuar o reaccionar, etc. mezcladas con las que traías cuando emigraste. Las personas de tu país de origen tampoco te reconocen y te conviertes en una suerte de cuidando del mundo. Para muchos la ida es una salida sin retorno.
Algunos de hecho nunca vuelven a pisar sus países de origen y se amoldan a su situación sobre todo cuando consiguen la nacionalidad y/o si tienen hijos en el extranjero o han venido con niños que son los que más rápidamente se adaptan al nuevo entorno y pierden pronto la memoria respecto de su pasado «en otro sitio.»
Donde fueres haz lo que vieres
Amoldarse a vivir en el exilio supone el aprendizaje de nuevos códigos que te redefinen como persona.
Si todo va bien, llegas a identificarte con los símbolos del nuevo país, con sus modales, con sus gustos, con su historia y con sus políticas pasadas y presentes y, aunque nunca llegues a ser del todo un igual, sientes que este nuevo entorno social es tu nuevo hogar y el sentimiento inicial de desarraigo va desapareciendo a medida que pasa el tiempo. De no ocurrir esto es posible que la idea de volver se mantenga siempre viva aunque esto no suponga más que una utopía.
Para Freud «La identidad es pues un sentimiento que se desarrolla basado en los vínculos con los otros.» Por ese motivo es crucial la capacidad de vincularse activamente a la sociedad de acogida lo que pasa en primera instancia por aprender a hablar su misma lengua, la inmersión lingüística.
Porque incluso cuando se emigra a un país en el que se habla el mismo idioma, éste no es exactamente idéntico al propio. Hay jergas, juegos de palabras, metáforas y toda una serie de variantes que lo distinguen. Aprender esos giros es una manera de poder entablar vínculos y de comenzar a compartir las mismas inquietudes que los nativos.
Integrarse a un nuevo país pasa también por aprender a escuchar y a observar y por dejarse contagiar por el espíritu nacional de la nueva cultura. Existen las idiosincrasias y amoldarse a ellas supone un esfuerzo por nuestra parte. El exiliado no vive la experiencia del turista. Ha venido para quedarse y su punto de vista difiere considerablemente del que solo está de paso. Su experiencia supone exactamente una zambullida en un mar de rituales y de una concepción nueva de las relaciones sociales. Supone también, sobre todo al principio, algo así como descifrar un jeroglífico.
El exiliado se ve compelido a dejar sus modismos e incluso su carácter teniendo siempre en cuenta que hay sociedades más abiertas y otras más cerradas a la acogida de extranjeros. Pero incluso las más cerradas ceden cuando encuentran en ti a un interlocutor válido. Todo depende muchas veces, de que demuestres que lo eres y de que no te conformes bajo ningún concepto, con ser un ciudadano de segunda.