
¿Habías pensado alguna vez en un implante para sentir placer? Patentado por el doctor Stuart Meloy, el Orgasmatrón es una pequeña caja conectada a los nervios de la columna vertebral pensada en un principio para tratar el dolor crónico hasta que descubrió que este aparato tenía un efecto secundario insospechado pero nada indeseable: el dispositivo emitió intensas sensaciones de placer a uno de los pacientes.
Pero el desarrollo de Oragsmatrón se estancó. Meloy no consiguió nadie que lo financiase. Uno de los problemas es que algunos materiales, como el generador, pueden costar unos US$25.000. Y otro problema es quién pagaría por el implante. El Oragsmatrón está en fase de investigación y ninguna aseguradora se haría cargo de un producto en desarrollo. Por otro lado, aunque Meloy realizó el implante a algunos pacientes para paliar el dolor, si el motivo fuera tratar disfunciones sexuales se estarían violando las normas. Más aún, para que el dispositivo de Meloy sea aprobado por la Agencia de Control de Alimentos y Medicamentos (FDA, por sus siglas en inglés) Meloy debería invertir US$6 millones de los que carece.
En los años 50 un médico que trataba trastornos psicológicos, Robert Gabriel Heath, en el departamento de psiquiatría y neurología de la Universidad Tulane en Nueva Orleans, buscaba desarrollar una alternativa a la lobotomía y lo logró por medio de la electroterapia. Heath usaba tornos dentales para realizar pequeños hoyos en el cráneo de sus pacientes e insertaba en ellos delgados electrodos de metal para que se pudieran administrar impulsos eléctricos directo al cerebro. Heath descubrió que cuando los impulsos se emitían en el área septal el efecto era «una oleada de placer» que además inhibía la conducta agresiva de los individuos. La Agencia Central de Inteligencia se interesó por el procedimiento. El objetivo, imprimir dolor en las personas que estuvieran siendo interrogadas o controlar sus mentes.
Otro investigador que intentó controlar las emociones fue José Manuel Rodríguez Delgado que conectó estimuladores cerebrales eléctricos a transmisores de radio, poniendo al paciente bajo control remoto. Y realizó un experimento intentando controlar las emociones de unos toros, consiguiendo que estos no cargasen contra él y haciéndolos girar en círculos. Según Rodíguez Delgado, «Si todos estuviéramos de acuerdo en recibir implantes para controlar nuestro temperamento y nuestros traumas, el mundo sería un lugar mejor», lo que hace que recordemos inmediatamente el archiconocido libro Un mundo feliz, de Orwell.