En la Antigua Grecia y en Roma, el maquillaje se perfecciona. Ahora se empieza a pensar en la piel que se cubre con una capa a base de yeso, harina de habas, tiza y albayalde con la idea de blanqueársela, pero obteniendo el efecto contrario ya que con el sol el maquillaje se ennegrecía. También se maquillaban las pestañas con un mezcla de hormigas y moscas machacadas.
Ya en la segunda mitad del siglo XVIII las mujeres buscaban aparecer como bellas y puras doncellas delicadas muy en contra de lo que mostraban sus escotes. Se cubrían la cara, el cuello y el escote con un polvo blanco. Los labios debían parecer pequeños, como una rosa floreciendo, y las cejas se oscurecían para remarcar su dibujo. También se coloreaban las mejillas profusamente.
En cuanto al pelo, la moda era empolvárselo para emparejarlo con el color blanco de las pelucas. Solo las clases privilegiadas tenían acceso al maquillaje.
Pero el verdadero apogeo surge en la corte de Francia cuando comenzaron a blanquearse la cara con polvos blancos y cremas nacaradas a base de azufre, completamente venenosos. También surge por entonces un intento por eliminar las arrugas con un líquido alcalino, una pasta que rellenaba las arrugas y una capa de arsénico y plomo a modo de esmalte que duraba aproximadamente un año. Este invento se agrietaba y era muy difícil de llevar.
A mediados del siglo XIX aparecen los primeros indicios del maquillaje moderno. Aparece el rojo para los labios elaborado con mantequilla fresca, cera de abeja, raíces de un colorante natural y uvas negras sin pulpa, sin efectos secundarios.
En la actualidad existe un inmenso mercado con productos fabricados de forma industrial y su importancia como arma de seducción es incuestionable.
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