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Desesperada

Psicosociología de la maldad

18 julio, 2012
Ante el dolor de los demás - Susan Sontag

En su libro Ante el dolor de los demás, Susan Sontag se pregunta (nos pregunta) cómo nos afecta la enorme cantidad de información en forma de imágenes sobre el dolor, el terror y la violencia (malos tratos, catástrofes, acciones terroristas, etc.) que recibimos a través de los medios de comunicación tradicionales y de internet, y como todo eso, puede llegar a anestesiarnos moral y emocionalmente o si nos hace de alguna forma partícipes de todo ello.

Para sentir como propio el dolor ajeno es necesario superar nuestra falta de empatía. Es necesario compadecer, es decir, padecer con los que sufren. … ¿Pueden los medios transmitir la información sobre el dolor de modo que éste llegue a sentirse como propio?”. Sontag dice que la maldad es intrínseca al hombre no menos que la bondad, y para reafirmarse cita a Platón, a da Vinci, a Wordworth, a Bataille… Considera, o se pregunta, si es que existe acaso complacencia en la mirada de ese horror que las más de las veces se nos presenta como mero espectáculo al que vamos acostumbrándonos.

Hablar de la maldad del hombre sin aludir a los experimentos de la cárcel de Stanford realizados por Philip Zimbardo o al experimento de Milgram sobre obediencia a la autoridad sería un sinsentido.

Los experimentos de la cárcel de Stanford

experimento Cárcel de StandfordDel estudio de simulación de la psicología del encarcelamiento llevado a cabo en la Universidad de Stanford con jóvenes voluntarios mental y físicamente sanos, todos ellos estudiantes de psicología, es decir con un alto grado de formación, es posible concluir cómo y con qué facilidad el solo hecho de sentirse parte de un grupo de policías o de un grupo de presidiarios, bajo presión y en el contexto de una institución penitenciaria, puede conducir a unos y otros a la barbarie.

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El experimento “muestra con inquietud lo que es capaz de hacer con personas ‘emocionalmente estables, físicamente sanos y respetuosos con la ley’ una situación que sea capaz de trazar unas relaciones rígidas, frías y funcionales entre ellas derivadas de los papeles que tienen encomendados. La persona como ejecutor de una tarea, como intérprete de un papel que está escrito desde la noche de los tiempos, como jugador de un rol detrás del cual puede esconder sus acciones más sublimes o sus fechorías más abyectas sin perder el humor ni la compostura.”

Un día se presentan en los domicilios de los participantes agentes de las fuerzas de seguridad, los cachean, los esposan, les vendan los ojos y los conducen en coches policiales al laboratorio expresamente equipado como una cárcel cualquiera y los encierran en varios calabozos después de cachearlos nuevamente, desnudarlos, desinfectarlos y darles un uniforme, una toalla y una pastilla de jabón. Al otro grupo se le asigna el papel de agentes de la autoridad y el efecto no tarda en aparecer. Hasta el propio Zimbardo siente que se ha convertido en el Superintendente: “Empezaba a andar, a hablar y actuar como una figura de autoridad mucho más preocupada por la seguridad de la prisión que por el bienestar de aquellos estudiantes que habían confiado en mí como investigador. Entonces, dice, fui consciente del colosal poder de la situación (Zimbardo, 2004).” Los nuevos agentes de seguridad adoptan su rol hasta extralimitarse y el experimento debe ser drásticamente finiquitado mucho antes de lo previsto. Zimbardo hace una lectura preocupante y no exenta de convicción: “…hay determinadas cosas con las que es mejor no jugar porque son capaces de producir una metamorfosis letal en el individuo; procesos que convierten a personas normales en agentes de destrucción.” El que cada sujeto se aferrase a su rol milimétricamente era consecuéncia de las técnicas aplicadas de desindividuación, obediencia y anonimato. A partir de ahí todo era posible en el juego del poder y la sumisión.

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El experimento de Milgram

Por su parte Milgram en sus 18 experimentos sobre la obediencia a la autoridad, ofrece a modo de muestra, “…un asunto que, en mayor o menor medida, forma parte de la vida cotidiana de ese hombre de la calle que somos todos. En algunos contextos, la obediencia no solo participa, sino que vertebra el orden social.” Dice Milgram: “se piensa … que las personas que asestaban los 450 voltios a una víctima inocente cada vez que ésta cometía un error en una tarea de repetición de pares asociados de palabras que previamente tenía que haber aprendido, eran tipos extremadamente violentos, auténticos monstruos con una indisimulada vena sádica en su interior.” Pero no, eran personas corrientes escogidas al azar que ejecutaban su tarea como un acto administrativo más que moral, bajo la supervisión de un profesional que los incitaba a continuar. “…la obediencia llevada a estos términos forma parte de una atmósfera más amplia en la que lo más frecuente no son psicópatas que exploten sin piedad una posición de poder, sino funcionarios a quienes se les encomienda una tarea y que se esfuerzan por ofrecer una impresión de competencia en su trabajo’ (Milgram, 1980).”

Todo parece indicar que son las condiciones externas, la situación, las que conducen a las personas a actuar con docilidad en contra de sus convicciones morales, más que una patología concreta. Basta un escenario adecuado, un rol y unas instrucciones definidas por una autoridad en apariencia competente para que las personas, en su mayoría (en los dos experimentos citados hubo excepciones), se desinhiban y se ensañen con el más débil al que no conocen y/o deshumanizan.
Por otra parte, sí existen personas cuyo perfil, antes o después, los lleva a caer en la brutalidad, en el delito, en la destrucción de todo lo que los rodea, en el terror y la violencia contra los demás. Pero, como dice Alice Miller, en relación a Adolf Hitler en Por su propio bien: “No dudo de que detrás de todo crimen se oculta una tragedia personal.”

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