
Para muchos renunciar es un signo de debilidad. No está bien visto. Y están dispuestos a soportar situaciones incómodas y denigrantes sin dar el brazo a torcer.
Y no es una decisión fácil para nadie. Hay mucha presión social y va acompañado por un inmenso sentimiento de culpa.
Pero lo cierto es que hay circunstancias que piden a gritos que renuncies, que digas ¡basta! Y cuando por fin lo logras recuperas la paz mental.
No es que haya que claudicar en cuanto algo se tuerce. Hay que reflexionar y sopesar los pros y los contras. Hay que luchar por sacar tus proyectos y tu pareja adelante, pero llega un punto en que te estás haciendo un mal al permanecer atada a ciertas situaciones conflictivas que te agobian y que no te conducen a ningún lado. Has puesto todo de ti e incluso así no funciona. Entonces, ¿por qué persistir?
Lo cierto es que cada vez que tomamos una decisión o hacemos una elección, renunciamos a las demás posibilidades. No se puede hacer todo a la vez.
A veces parece que las circunstancias son las que te empujan en una dirección u otra, y eso también nos sucede a todos. No siempre tenemos opciones. Pero si las tenemos somos libres de elegir.
Otras veces nos quedamos anclados al pasado, a vivencias y a personas que no nos han beneficiado. Pero hacemos como si nada de ello hubiera ocurrido y no es cierto. Es dañino y desgastante.
Otras veces, por el contrario, quedamos como pegados al dolor que padecimos por culpa de tal o cual persona o tal o cual situación. Aquí también hay que saber despegarse y no ponerse a pensar que quizás hubiese podido ser de otra manera, etc. porque no lo vas a cambiar. Sentir rencor o deseos de venganza nos atan al pasado y nos paraliza.
Renunciar es un proceso de duelo necesario. Ya sea que consigas reconciliarte con el pasado o dejes de darle vueltas al presente. Madurar consiste en saber renunciar.